Amelí y Eloísa

Se encontraba allá, a lo lejos, había un poco de cielo que la alumbraba y un río de cristal que la acompañaba. Ella estaba esperando, aguardando. Algunas lágrimas rodaban por sus mejillas, pero no eran lágrimas de congoja, eran lágrimas de regocijo, de felicidad, de dicha. Caminaba despacio, observando la vida, su vaivén, su rutina, y se preguntaba si había algo más que esfuerzo, dolor, angustia, aislados momentos de alegría… Era uno de esos días que parten la tierra, hacía un calor sofocante y Amelí decidió sumergirse en las aguas claras de ese sagrado río. Cerró sus ojos y se dejó llevar. La corriente la trasladó río abajo y Amelí se iba embebiendo de un mundo diferente, nuevo, particular. Así fue como descubrió que existía una dimensión única y quiso penetrar en ella hasta sus confines, si es que existían. ¡Oh, nadó y nadó, buscando el amor de un sereno corazón! Envuelta en la noche se asentó en la arena y allí pernoctó hasta las primeras luces del alba. No tan lejos de allí, donde duermen estrellas que algún día serán fuente de vida, se encontraba Eloísa, mujer de bravura y aventura, guerrera de la paz, del amor, de la libertad y la Verdad. Amelí se adentró nuevamente en el río y luego de un corto trecho divisó a Eloísa. Fueron dos ojos que se conectaron con otros dos, fueron dos almas integradas unidas tras lazos de vida, de lágrimas, de amistad, de humanidad. Amelí y Eloísa se convirtieron en verdaderas amigas, y entrelazaron sus manos y sus labios en señal de cariño, de ternura, de amor.

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