Jacinta

Era un paraje lejano, en él las ovejas pastaban animosamente... El radiante sol alumbraba todos los rincones y no había sitio que no quedara al descubierto. Como todos los días doña Jacinta se levantaba temprano, juntaba un poco de leña y calentaba la pava que habría de proveerle de unos mates, luego preparaba la masa finita (bien finita) para cocinarla en la misma parrilla donde calentaba el agua, y con el dulce de cayote que hizo el día anterior tenía el desayuno completo para comenzar la labor de regar los sembradíos, sembrar lo que faltaba y esquilar alguna que otra oveja para continuar tejiendo el pulóver que había empezado días atrás. La vida de Jacinta siempre era así, y ella estaba contenta. ¿Por qué habría de cambiarla? (se decía a sí misma y a quienes le preguntaban) Tenía un cielo inmenso que la cobijaba, montañas nevadas que la rodeaban, tenía una música constante que la arrullaba: los pájaros; el viento entre las hojas; el río, que corría serpenteante con su hilo de plata; tenía a sus queridas ovejas que la acompañaban en sus noches de luna llena y la abrigaban del frío de otoño e invierno. No, no necesitaba nada más, tenía el color de la tierra en su piel y el paso de siglos en sus manos. Jacinta cantaba canciones, que inventaba y reinventaba cuando el sol comenzaba a ocultarse, como para darle las gracias por un día más, porque sin él, sin el sol, la Tierra no podría vivir, los ciclos no podrían sucederse y la vida en todas sus formas, no podría manifestarse. Así que Jacinta cantaba, y entre alguna de las muchas canciones que cantaba me acuerdo de ésta: Hoy florece la voz ausente hoy hay brillo en ojos durmientes hay lejanas palabras bellas que retornan desde la hoguera Y así Jacinta seguía con sus labores diarios, no significaban un trabajo para ella, constituían más bien un ritual, parte de su esencia, de su naturaleza. A veces salía a caminar, caminaba largas horas, y se detenía a contemplar los árboles, los rostros de los niños y de los mayores… En los árboles veía fortaleza, integridad, magnificencia, tanto en sus copas, movidas por la brisa, como en sus firmes troncos. En los niños encontraba inocencia, alegría, esplendor, sobre todo en los niños pequeños. Y en los mayores, tristeza, felicidad, oscuridad, luminosidad; seres carcomidos por la prisa, la ambición, el poder; otros urgidos por su propia salvación personal; y muy pocos, muy pocos, con brillo propio, con brillo en sus ojos; en sus semblantes había vida, profunda y verdadera vida. Jacinta tenía muchos años, y la gente del pueblo solía pedirle consejos, pues era una vieja sabia, de esas que se encuentran muy de vez en cuando, en sitios alejados, cubiertos de estrellas y luna. Me contaron que un buen día decidió partir, sin más compañía que su humanidad bien merecida, que su historia de tierra y herejías, de música y poesía.

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